21 de enero de 2013

Quince minutos otra vez



Aquella tarde cuando todo lo que quería el pibe era pasar un buen momento junto a su mujer, la vida - o el destino - le tenían preparada una sorpresa. Justo antes de llegar a la esquina, en la que siempre se veían, se besaban, se amaban, justo antes de llegar a “la esquina”, pasó.
Nunca nadie pudo afirmar de dónde apareció ni a dónde iba, nadie pudo saber qué fue exactamente lo que pasó, porque, ciertamente, nadie pudo ver lo que pasó.
Claro, nadie si sacamos de la escena a Luca, “el pibe” como le decían; él sí lo vio, lo sintió.
De pronto dejó de caminar; las piernas, estáticas, clavadas en los baldosones de la vereda, las manos húmedas temblando como si quisieran irse del momento, la frente bañada en sudor frío y el corazón que golpeaba tan rápido que desde lejos podía verse el repiqueteo a través de su remera roja.
Los ojos de Luca siguieron con asombro aquel resplandor, grandes como pelotas de ping-pong, brillantes como terminado un llanto. Todo en él era un cosquilleo interminable que lo atravesaba desde los dedos de los pies hasta el último pelo de su cabeza. Su mente se había transportado a otra dimensión; de repente se encontró envuelto en un manto de flores silvestres,  con el más rico perfume y los más adorables colores.
-¡Luca!, se escuchó tan fuerte que todas la flores se esfumaron instantáneamente,          
-¡Lucaa!  No me oís te estoy llamando hace cinco minutos. ¿Te volviste sordo?, ¿tenés algún problema?
La voz que se escuchaba era la de Marhiel, su novia. Una chica de barrio, como les dicen a las chicas “simples”, pero realmente hermosa, negro azabache su pelo, azules cielo sus ojos y una carita perfecta.
-¡¿Dónde estás nene?! ¿Qué te pasó?; le preguntó Marhiel, ya cansándose.
-¡Eso!; le contestó Luca; -¡Pasó!, ¡pasó!...
Sin más palabras Luca dio media vuelta y desapareció corriendo tan rápido como podía. Marhiel solo atinó a maldecirlo y a repartir insultos por doquier. Y sin hacerse mayor problema, también ella dio media vuelta y se fue a su casa.
Ya estaba llegando la noche y Marhiel se impacientaba esperando el llamado de Luca. Ojeaba el reloj de la cocina de su casa cada cinco minutos.  -¡Cinco minutos recién!, decía con fastidio, ¿Dónde se metió? ¿No me piensa llamar? ¿Quién se cree que es?
Ya el reloj marcaba las diez de la noche, hacía cinco horas que no sabía nada de Luca. Así pasaron dos, tres, y hasta cuatro días; pero claro, el orgullo de Marhiel jamás le permitiría levantar el tubo del teléfono para llamarlo.
Con una semana de espera y la cabeza de Marhiel transformada en un remolino de suposiciones que nunca llegaban a nada en concreto, sonó el teléfono. La chica salió corriendo de su habitación para atenderlo:
-¡Hola!, ¿Luca?;
 -No nena, habla tu tía, ¿no apareció ese desgraciado?
-No, bueno te corto por las dudas que llame, ¡chau!;
-Espera ne...
Así era cada vez que sonaba el teléfono en la casa de Marhiel, nadie podía hablar más de dos o tres minutos.

Era domingo, tres de la tarde, en la casa de Marhiel se habían reunido algunos familiares a tomar unos mates. Reinaba un bello clima familiar, colmado de anécdotas, risas, chistes, recuerdos de muertos, historias de antaño y las infaltables discusiones de política; cuando, sin que nadie esperara a nadie, dos timbrazos fuertes y largos silenciaron por completo el patio-galería de esta antigua casa; todos se miraron, nadie se levantó.
-Marhiel, debe ser para vos; predijo la tía Blanca, con una extraña expresión de alegría en su rostro. Como si detrás de la puerta la estuviera esperando un regalo sorpresa.
Marhiel recorrió todo el patio con un paso lento y atemorizado. En su caminar, giro varias veces la cabeza hacia donde estaban sus familiares como buscando un refugio en alguna de sus miradas, como buscado que alguien la reemplazara en ese momento.
Desde lejos podía verse que la mano de Marhiel, antes de tomar la manija de la puerta, temblaba como si del otro lado, en la vereda, la esperara la mismísima parca para llevársela al otro mundo, y no una alegría como predecía la tía. Y ahí en medio de ese silencio se escuchó una voz grave y gastada por el tiempo, el cigarrillo y el alcohol:
¡Dale nena, querés abrir de una vez esa puerta, por el amor de Dios!; era el padre, remisero desde hace un año, ex-gerente de una importante firma que se dedicaba a la fabricación de electrodomésticos, hijo de italianos, secundario completo y de un carácter de perros; todo era un fastidio en su vida, hasta su nombre le molestaba: Augusto. Él se hacía llamar Tano, ¡y ojo con quien lo llame por su nombre!, solo tenía ese privilegio su mujer.
Al abrirse la puerta, Marhiel asomó su cabeza..., era Claudia su amiga.
Hoola..!,  vine a hacer la sobremesa con mi familia postiza.
-Ahh... ¿qué haces Claudia?, sos vos.
-¿Y a quién esperabas?..., ya sé, no me digas nada, a Luca. Pero dale che, el pibe no va  a aparecer más. Es un asunto perdido. Ya preguntaste en todos lados, ni su familia sabe dónde diablos está.
-Callate, Clau…
-En serio, tendrías que empezar a salir más; tendrías que buscarte un tipo nuevo. Alguien de verdad y dejar de amar al pasado. El pasado no te va  a besar, ni a llorar, ni te va a abrazar. Necesitas un pibe que te quiera bien; sermoneaba Claudia mientras entraba a la casa.

Ya pasaron siete años desde que pasó lo que pasó y nunca dejó de estar en el aire de esta familia, de este grupo de amigos, nunca se terminó de ir de la cabeza de Marhiel la misma pregunta: ¿qué pasó?
Marhiel acaba de cumplir 25 años y se presenta como Profesora de Letras; vive sola  en un departamento de Devoto y trabaja en dos colegios de la zona.
Era viernes, aproximadamente las once de la noche, y Marhiel terminaba de retocarse el maquillaje. Estaba hermosa, “para matarla”, como dirían en la calle los pibes.
Esa noche salía con Claudia, su amiga. Fueron primero a tomar algo a un bar cercano y después directamente a bailar.
En el boliche era la misma historia de siempre, Marhiel sentada rechazando sucesivamente ofertas de amor incondicional (realmente era hermosa) y Claudia, siempre bien acompañada, no paraba de moverse ni un segundo.
Cuando el sol amenazaba con despachar a la noche del viernes, dándole la bienvenida a un sábado reparador, Claudia le pide prestado el departamento a Marhiel para ir a tomar un café con su amigo. Como era de esperar, Marhiel accedió sin ningún problema y se fue a casa de sus padres.
Al día siguiente, Augusto, perdón, el tano, se encontró con la sorpresa de ver a su hija durmiendo en su antiguo, pero conservado dormitorio. Suavemente y con todo cariño la fue a despertar:
-¡Neenaaaaa! ¡Levantate que ya son las once de la mañana!, gritó como si todo se terminara, con todo el “cariño” que lo caracteriza.
-Papá..., pero, ¿qué te pasa?..., hola..., ¿qué hora es? Dejame dormir, es sábado...
A la una de la tarde se levantó para comer, sábado, al medio día, tarta de jamón cocido (paleta en realidad) y queso fresco, clásico de sábados en casa de los padres de Marhiel.
-Otra vez Claudia se fue a acostar con un tipo a tu departamento – dijo el padre.
-No es un tipo cualquiera, creo que este le gusta en serio. A parte ell...
-Tooodos les gustan, la verdad que tu amiga...
-¡Augusto! ¡Antes de hablar de Claudia te lavas la boca! ¿Te quedó claro?
 Esa no fue Marhiel, fue Sandra, su mujer, la madre de Marhiel. Sin chistar el tano se calló y siguió comiendo tranquilamente. Nada había pasado. Otra muestra del carácter del tano. Y del de Sandra. Que lo tenía bien dominado. El ama de casa de pocas pulgas y muchas mañas, era una de las pocas personas que lo manejaban al tano. La otra era su mamá. La abuela de Marhiel. La mamá del tano.
Más tarde, ese mismo sábado, Marhiel decidió salir sola a caminar. Y aunque se resistió, se lo propuso, se lo impuso y hasta se lo prohibió, no pudo evitar pasar por “la esquina”. Esa la de hace mucho tiempo. La que ya no era.
Llegó. Miró hacia todos lados. Se abrazó fuerte para contener ese cosquilleo eléctrico que la recorría y cerró los ojos. Se dejó llevar por los recuerdos, por la imaginación… y se encontró con su gran amor. Lo miró a los ojos, le acarició la mejilla suavemente con su mano, llevándola hasta por detrás de la oreja, le recorrió el cuello y la posó en su hombro derecho. Él sonreía. Ella comenzaba a llorar. Abrió los ojos y dejó derramar todas las lágrimas contenidas en su cuerpo. Muda. Sola.
En ese preciso instante lo comprendió. El llanto se cortó súbitamente. Un golpe helado paralizó todos sus pensamientos. Sus ojos nunca estuvieron más abiertos que en ese momento. El reflejo del pestañeo se había interrumpido y las respiración cortado. Lo único que percibía Marhiel era el latido de su corazón, que era algo así como el galope desesperado de montones de caballos huyendo vaya a saber uno de qué bestia que quería devorarlos. Así era.
Poco a poco fue aflojando cada uno de sus músculos y fue regularizando sus funciones vitales: respiración, pestañeos, pulsaciones, alcanzaban sus parámetros de normalidad. Siempre quieta en el mismo lugar. En las mismas baldosas en las que se encontró, hace pocos minutos, con Luca.
-¡Era eso! Pero cómo no lo pensé. Cómo no se me ocurrió antes. Si estaba clarísimo… se decía a sí misma Marhiel.
¡Era eso!... Sí, definitivamente tenía que ser eso. No cabía otra explicación. Todo comenzaba a tener sentido. Siete años de ausencia, de incomprensión, de ignorancia, de vacio… todo se clarificaba.
Marhiel por fin comenzó a moverse, giró en un pie en el lugar abriendo los brazos, una, dos, tres veces; como un sacacorchos desesperado por liberar los aromas de un buen vino tinto. La mirada perdida apuntando al cielo, despegando bien el mentón de su cuello. Los dedos de las manos bien extendidos, que luego se entrelazarían y uniendo las manos, juntas irían a encontrarse con el pecho. Ahí, justito donde se esconde el corazón. Una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro.
Así, con la adrenalina de lo recién descubierto, volvió a su casa. Al entrar, se cruzó con el tano sentado en su sillón de la galería, terminando de leer el diario e intentando por enésima vez adivinar por lo menos tres palabras de ese crucigrama maldito con términos que nadie conocía y que servían de muy poco en la vida de cualquiera de los muchachos del barrio, pero que si uno completaba todos los espacios vacios y descubría la frase oculta… ¡mamita!, ¡que culto que se convertía uno!; todo un erudito; casi, casi un facultativo; ¡y con derecho a cuestionarle cualquier cosa a cualquiera!, lo abrazó y lo besó fuerte en la mejilla, buscó a su madre y repitió la misma escena: abrazo y beso.
Marhiel se encerró en su antiguo cuarto, buscó, envuelta en un torbellino de emociones. Abrió cajones, revolvió el ropero - aun forrado con las posters de sus antiguos ídolos – tiró la poca ropa que había sobre la cama. Buscó. Buscó. Buscó…
El tano miró a Sandra. Sandra miró al tano. Ambos se levantaron y juntos se fueron acercando lentamente hasta el cuarto de Marhiel. Se detuvieron frente a la puerta y esperaron. Sin hablarse. Solo esperaron el momento justo. Él tomó de la mano a su esposa mientras ella llevaba su rostro hacia su hombro izquierdo y dejaba caer una lágrima silenciosa cargada de una angustia que aprieta desde adentro y duele.
De a poco el torbellino dentro de Marhiel fue perdiendo fuerzas, la sonrisa contagiosa y constante fue menguando, los parpados fueron cayendo. Toda su expresión caía hasta encontrarse con la decepción. Y otra vez la burla de un intento frustrado.
Dos golpes hicieron volver a este mundo la mirada de Marhiel que se había transportado hacia infinitos tiempos y remotos lugares de desolación, donde todas las búsquedas quedan en búsquedas y los encuentros perdidos. Dos golpes volvieron todo a su lugar.
El rechinar de la puerta del cuarto fue la única melodía que acompañó los siguientes quince segundos. Los quince minutos que se continuaron, solo el silencio se encargó de ambientar. Sentados en la cama, los tres. Quince minutos.
Esta situación los padres de Marhiel la conocían. Los intentos de consuelo, de explicación, de comprensión; ya habían sido utilizados en varias oportunidades. Sí. No era la primera vez que vivían una escena como esta. El éxtasis, las corridas, la alegría, los abrazos, los besos. Y luego el encierro, la decepción, la angustia y el silencio. Y quince minutos más.
Los padres ya sabían que había que darle quince minutos para que recuperara su ser. Para que vuelva. Solamente sentados a su lado. Quince minutos. Lentamente Sandra acerca con su mano derecha una pequeñísima pastilla celeste hasta la boca de Marhiel y con la otra mano sostiene su mentón. El tano ofrece en una mano un vaso con agua y en la otra, una caricia tierna sobre su pelo.
Marhiel se recuesta serena. Sueña.
Unas horas más tarde, Marhiel se despierta, desayuna y se va a su casa.

Fin

MJS
(Finalizado el 5 de octubre de 2009)




2 de enero de 2013

El ruido de no escuchar tu voz



El agudo ruido del silencio
que aturde cada pensamiento.
El frenético paso del tiempo
que hace que todo sea un lamento.

La insaciable trampa del destino,
que derrumba cada camino.
Las estúpidas vueltas de la vida,
que marean y justifican la agonía.

Y la noche, heredera de la ausencia,
cómplice del silencio y de la espera.
Y la noche, asesina de mis días,
irónicamente acaricia cada herida.

Suspendido en la aspereza de la duda;
tullido sabiendo imposible la cura.
Y la maldita esperanza cruel,
que no deja de escribir su papel.

Detenido en el atroz silencio de la noche,
en el violento ruido de no escuchar tu voz.
Estancado en la desgracia de la verdad y
en la perversa utopía que me aleja de la realidad.

mjs
01-01-13